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¿Qué nos impide comunicarnos bien?








Susana y Marta, son compañeras de trabajo. Todos los días se ven y “Hola, ¿Cómo estás?”, se saludan cordialmente. Cada una con sus necesidades, preocupaciones, cansancio acumulado, llevando adelante una familia o no, tratando de vincularse bien con el novio, hijos, la pareja, los hermanos, amigos, sintiendo el desafío de vivir. Lo mismo les ocurre a Oscar y Silvia que son pareja, que duermen en la misma cama, que todos los días se saludan con un beso y una mirada a los ojos. También Patricia y Julieta son amigas, salen todos los sábados juntas, con sus respectivas parejas, van al cine y a comer afuera y durante la semana se mensajean afectuosamente para combinar la salida.

De pronto un día, tanto las compañeras de trabajo, como la pareja o como las amigas, el trato afectuoso y amable que se tenían, se transformó en un témpano o en total indiferencia. Del trato cordial pasaron a la tensión y el enojo. ¿Qué pasó?



Uno dice que el otro lo miró mal, que no lo trató bien, que no se lo consideró, que prevaleció a otra persona que a sí mismo, que hubo maltrato, traición, engaño… y así el vínculo entre uno y otro se fue deteriorando, a veces hasta llegar a la separación ya no volverse a hablar o ver nunca más. Nunca ninguna de las partes le dijo a la otra, de buena manera, respetuosamente, qué es lo que le había molestado, nunca se convocaron para hablar, para sincerarse, para transmitir su sentir profundo, su tristeza por lo que estaba ocurriendo. Nunca más dialogaron, no por el hecho de ser compañeros de trabajo, pareja o amigos, sino por la simpleza de haber estado cerca, por haber compartido algunos momentos de la vida. Nunca se comunicaron bien o directamente nunca más hablaron, por el hecho de no vivir con entripados, con algo que a uno le moleste, con un sentimiento negativo anidando en sí mismo, lo cual hasta puede a uno llegar a enfermarlo. Pareciera ser que es más fácil vivir en el enojo, resentimiento, apatía, indiferencia, que sentarse y hablar con sinceridad de lo ocurrido, como una forma de respetar y valorar la vida.







¿Qué es respetar y valorar la vida?


Es confluir con el Orden, el Orden del Universo, de la Naturaleza, todo eso es armonía y para tenerla y hacerla propia es necesario cuidar todo cuanto a uno le rodea, los vínculos, el cuerpo, la salud, la casa, las plantas, los animales… Comunicarse con el otro es una forma de vivir en ese orden, es una forma de valorar la vida. No se hace para cumplir un objetivo, se hace como parte del cuidado por uno mismo y por todo lo que está.

¿Qué es lo que me impide comunicarme con el otro?


Miedo, bronca, sensación de separación, creer que soy mejor o peor, compararme, creer que no me puedo hacer entender o que el otro no me va a entender, que no vale la pena, que el otro no va a cambiar por más que le hable, estar enojado, sentirme herido, etc., etc.

El guardar, el omitir, el reprimir, el estar enojado desequilibra, hace daño. El expresar, el decir, el sacar afuera es parte de un derecho, de una responsabilidad que tenemos por el hecho de “ser humanos”, es sano, saludable.

El enojo existe porque uno se siente herido. El sentirse herido es creer que el otro me está haciendo a “mi”, algo particular y es no darse cuenta que lo está haciendo a la vida y a sí mismo. No hay gente buena o gente mala, hay gente con más o menos conflictos.

Todos somos producto de nuestras circunstancias particulares, tal vez una madre ausente, o una madre sobreprotectora, asfixiante o un padre violento, indiferente, haber sido hijo único o el mayor, o la menor o la única mujer, haber padecido restricciones, haber sido muy mimado, etc., etc. A todos nos sobran motivos para ser de tal o cual manera. Comprender al otro y sus circunstancias es parte del respeto por la vida. No somos distintos unos a otros, todos tenemos la misma esencia, tal vez podamos ser más o menos amorosos o más o menos materialistas o egoístas, pero todos tenemos necesidades similares y en todos existe la posibilidad de saber escuchar, de transformarnos y ser afectuosos.

En general, todos anhelamos ser queridos, valorados; casi todos, estamos necesitados de afecto y respeto. Buscamos el foco en el afuera, queremos que los otros nos den lo que nosotros no podemos generar en nosotros mismos. Les ponemos a las otras personas, roles que no le corresponden. Lo hacemos por necesidad afectiva, nos ponemos en hijos o padres, según nuestra carencia particular y no nos damos cuenta que lo hacemos mendigando afecto. El afecto que no somos capaces de generar por nosotros mismos. Rabindranath Tagore, decía: “El hombre que ha de mendigar amor es el más miserable de todos los mendigos”

¿Se puede tener paz en uno mismo, cuando uno está enojado con alguien?


Si el otro actúa de una manera que para mí no es la correcta y en su actuar me lastima, puede ocurrir que: • Me comunique y vea de expresarle lo que siento y tal vez de esta manera le haga ver algo que el otro no vió y el otro me haga ver a mi algo que yo no veo y de esta forma contribuir a la vida. • Puede que el otro no cambie o siga enojado, pero hice el intento de contribuir a la posibilidad de armonía y si al otro no le interesa, ya será entonces su problema, pero yo he de sentirme mejor porque por lo menos hice el intento y eso me hace sentir más coherente. Respetar la vida es desarrollar esa cualidad amorosa en todo, en planchar, cocinar, contestar un mail, lavar los platos, tratar a las otras personas.

Cuando se “es amoroso”, se “es” con todo, no con algo o con alguien en especial. ¿Puedo querer a mi hijo, a mi novio y no querer al que tengo enfrente todo el día? Uno no quiere al otro porque éste sea lindo, feo, simpático o antipático, uno quiere a la vida y las personas son parte de la vida. Entonces hay un querer universal. Si el otro no ve mi actitud amorosa, es su problema, pero con mi actuar contribuyo a la paz en el mundo, abriéndome, comunicándome, sacando de mi lo mejor que tengo.

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